Soy muy fan de la Navidad. La dulce y blanca Navidad. Desde los atracones que empiezan con un desayuno-comida-merienda-cena multitudinarios, hasta la cantidad infinita de tuppers que me llevo a casa con marisco, canelones y otros platos inimaginables de comer un día cualquiera.
Y es que tal vez, aun no haya superado el trauma que me causó Macaulay Culkin pasando la Navidad con unos maniquís, mientras defendía su casa de los malvados ladrones. Pero de pronto, todo se tuerce: tu madre regañándote porqué no vas afeitado, la abuela diciéndote que has vuelto a ganar esos kilitos de más, los primos preguntado por tu pareja, insinuándote que se te pasa el arroz y los cuñados peleándose para servir la comida…
Para que esto no suceda, te voy a dar algunos consejos. El primero, es que te prepares psicológicamente: todo es cuestión mental. Aunque, si puedes distanciarte un poco de tu suegro, mucho mejor. En segundo lugar, lleva siempre un ibuprofeno, te salvará del momento teatral-villancicos de los niños. Si también puedes traer un amigo contigo, has triunfado: será el centro de atención y amortiguará la situación. Eso sí, deja claro que se trata solo de un amigo. En caso contrario, los rumores del día después serán peores que la misma cena de Navidad.
Si todo lo demás falla: bebe. Alivia la tensión y no te darás cuenta que habrá terminado la cena. Si bien optas por esta última solución, empieza a ahorrar porqué de allí en adelante no podrás asistir más, de lo contrario te estarían recordando tu estado etílico año tras año. La excusa de un viaje programado desde hace mucho tiempo, te servirá como cuartada para las primeras ocasiones.
Y si en medio de gritos, discusiones, bromas, risas y sobremesas interminables piensas «lo bien que se estaría yo solo en casa, comiendo enfrente el televisor, bendiciendo unos macarrones con queso calentados en el microondas» no es que no te guste la Navidad, tal vez es que nunca la has echado en falta.